En frente de la casa de los abuelos, separado por un camino de piedras, estaba el molino. Era una casa muy grande; sus tapiales, sin enlucir, al natural, se elevaban muy alto para soportar un techo de tejas viejas que, con pereza se afirmaba en una antigua estructura de madera: sus “tirantes” de eucalipto y sus “corrientes” de encino o “chachajo”. La “toma” de agua se ubicaba a unos dos kilómetros, río arriba. La insignificante caída hacía que las “cucharas” se movieran; y, éstas, por un eje gigante, provocaban el dar vueltas a las dos piedras: la “hija” y la “mama”. Una tolva, un tambor y ese sonidito monótono y perseverante, junto con el aroma de la harina de trigo o de cebada, daban al entorno ese sabor a molienda. El molinero, hecho el muy importante, graduaba el paso del trigo y, graduaba también, la distancia que debía guardar la una piedra de la otra, a fin de que ni se requeme ni salga gruesa la harina. Las mujeres se hacían tres, entre recibir la harina, evitar que se mezclara con el “afrecho” y cuidar al guagua para que no vaya a caerse al río.
Los hombres, “mudando” las bestias y ayudando al molinero a llenar la tolva, cuando ésta se vaciaba, completaban el paisaje solidario y muy laborioso del molino de don José María, un señor colombiano, de tez muy blanca, alto y con una barba poblada, que hacía que reviviéramos las láminas de la historia sagrada, cuando en ellas estaban esos impresionantes hombres bíblicos.
Mi abuelo administró ese molino. Cuando íbamos a curiosear la molienda, él nos recomendaba no acercarnos a mirar las “cucharas”, especialmente yo, por ser ojón y tener el cabello abundante y negro.
Cuando se terminaba de moler, había que detener el molino; y, esto se lo hacía desviando el agua de la acequia para que cayera al río y no sobre las “cucharas”. A continuación se pesaba los quintales de harina: allí entraba en acción la “romana”, interesante objeto de hierro -que hoy la miro en la pared sur del Trilladero y que me arranca más de un suspiro y una pizca de nostalgia-. Los ganchos, el brazo y el “pilón” hacían de la romana el elemento preciso y escencial para pesar la harina, ya sea por libras, arrobas o quintales.
Nuevamente la musiquita monorítmica del molino impulsado por el agua, musiquita que a lo mejor era el entretenimiento del duende y su sombrero grandotote, el mismo que estaba atento para “enduendar” a las personas ojonas y de cabello negro y abundante.
Cuantos recuerdos bellísimos de mi niñez me trae la romana -hoy inservible y oxidada-, del viejo molino.
Un post del Licenciado Delacroix
que lectura tan agradable y entretenida
congratulations…
Bien loco… chévere tu página. Está entretenida.
muy simpática la historia….
Muy buen post. Sácame de una dudilla… cual era la “leyenda” sobre el duende y los ojones pelo negro abundante? Si hay algo que también me encanta de la serranía ecuatoriana son las múltiples historias de aparecidos, duendes, y demás…
Guillermo, dejaré que el Licenciado Delacroix sea quien te explique lo del duende. Buen pretexto para un nuevo post.