Eran dos hermanos que se llevaban como hermanos. Dormían en la misma cama y, a veces, se disputaban la papa chaucha más grande. Los dos iban a la escuela con los bolsillos llenos de tostado y con una tortilla de tiesto en el culero.
El ñaño menor se llamaba Simón; y, el mayor, parece que no tenía nombre porque todos le conocían de “viejo”. Simón era consentido y muy querido por su abuelo, un anciano sabio, emigrado en su juventud desde Colombia, y admirador de Bolívar; por ello, el nombre su nieto, aunque la abuela argumentaba que era por Simón Pedro, la piedra de la iglesia.
El abuelo le había enseñado a montar a caballo, a achicar los terneros, a arrear el ganado y a pasar el río en las heladas y obscuras madrugadas. Simón conocía de memoria las historias de guerra contadas por su abuelo, en las que él era actor, puesto que la ideología se la defendía en el campo de batalla. A lo mejor por ello el niño comenzó a sentir esa inclinación por la carrera militar, y soñaba con ser un cadete; lucir su elegantísimo uniforme, sacarle brillo a sus botas y a sus botones para conquistar a las chiquillas donosas, especialmente a la Martica, quien vivía al otro lado de una zanja que separaba sus casas.
La idea de servir a la Patria, siendo oficial del ejército, se le fue haciendo carne, a tal punto que instaló, en medio de los árboles, un gimnasio, fundió sus propias pesas; el río le prestaba el espacio para bajar el tiempo en los cien metros estilo libre, y las laderas pulían sus pantorrillas y muslos.
Al fin, Simón se fue al Colegio Militar, argumentando que tenía derecho porque el “viejo” ya estaba en la Central y, cuando venía de vacaciones, hablaba como “puendo”.
Su sueño empezó a hacerse realidad: ya era KDT. Su talla, su presencia y su espíritu de militar carchense, atizado por su abuelo, le consiguieron un puesto respetable entre los compañeros de estudio. Cuando salía franco los domingos, iba a donde “el viejo”. Se quitaba el uniforme elegantísimo y compartían esas pequeñas grandes cosas, propio de los jóvenes provincianos que, al no tener suficientes recursos, tenían de sobra, ese sueño, esas metas muy altas. Compartían entonces la caja de tortillas, otra vez ese inolvidable tostado; ese manjar preparado por su madre, el dulce de calabaza, que, en medio de la ropa, llegaba cada semana en el carro de don Amado. A veces, después de hartarse con esos potajes, se iban al cine, preferentemente al Puerta del Sol, porque aunque pulgoso, era barata la entrada de gancho y a galería. No se servían en el cine caramelos, porque llevaban su tostado con manteca.
Cierta ocasión, siendo ya KDT antiguo, desde la galería de aquel cine de la 24, miró que en luneta estaba un cadete con su enamorada; no veía la película, sino que aprovechaba el terreno y, a ratos, como que se atrincheraba.
Al otro día, allá en el Colegio, Simón le aplicó un teque, para que no se olvide el pécora. Cómo es posible, le decía mi cadete, que un futuro oficial de las Fuerzas Armadas, ultraje su uniforme, incluyendo la capa, los guantes y el sable, frecuentando un cine de mala muerte, con derecho a pulgas, a orinas de guagua tierno, con olor a estupro y con gente de mala reputación; y todavía dando espectáculo con la pelada esa, traza de “buscavidas”. Terminado el teque, el cadete castigado, sudado y tembloroso, le dice a su aprendiz de superior:
– Permiso hablo, mi brigadier. Cómo es que usted sabe que he estado en el Puerta del Sol , ayer?
– Cadetico mamarracho y bolsón… es que yo estaba en galería
Uno de esos tantos domingo, Simón y el “viejo”, como de costumbre, se fueron al cine; pero esta vez al Atahualpa, un cine de categoría, en el que el gallinero era igual o mejor que la luneta del Puerta del Sol. De pronto, en media función, se escucha fuertes detonaciones, la gente se alarma y quiere salir corriendo: sin embargo, desde los altos parlantes, explican que todo se debe a que están derrocando una casa, con dinamita. Más pudo el interés de la película que las explosiones afuera.
Al salir de la matinée, el cadete y el “viejo2 de la FEUE, no podían creer lo que veían: la casa en donde vivían, había sido devorada por un incendio, y lo que explotaba había sido unos sacos de pólvora, de una ferretería que funcionaba en un local que daba a la calle.
Una pesadilla inolvidable: del cuarto, solo las paredes calcinadas. ¿Y el uniforme? ¿Y las cositas del “viejo”?
Simón llegó a su Colegio, justificando al oficial de guardia, que su uniforme se extravió, porque por ayudar a apagar el fuego de la casa, se lo había sacado para jugarse la vida como un soldado ecuatoriano.
Ha pasado el tiempo y, lo que se sabe del “viejo”, es que ahora está más viejo; y, que Simón, no volvió de la guerra del Cenepa. Dicen que su nombre está en la lista de los héroes, allá en un monumento de un parque de Nueva Loja.
Simón cumplió su sueño; y, es posible que su abuelo, desde esas trincheras de nubes, habrá aplaudido el ñeque de su retoño.
Un post del Licenciado Delacroix
Es impresionante como por la sangre de los hijos pueden correr esos mismos sentimiento de padres y abuelos, generación tras generación… a pesar de seguir caminos distintos se marca el apellido… como decía un niño muy lindo “parece….” q me estoy poniendo sentimental.
Hay cosas que de niño te marcan y listo, es tu destino. Muy buen relato.
super loka esa huevada,, la verdad, que me puso a pensar sobre todos los milicos que murieron en esa guerra cojuda.
Con ese cuento bien pudieras haber ganado la VIII Bienal del Cuento “Pablo Palacio”. Me gustó mucho y si que tienes talento para escribir. Haber cuando nos dleitas con otro como el de hoy. Saludos joven escritor.
Jejeje, gracias por el comentario, tonnet, pero yo no soy el único que escribe aquí, este post es de autoría de mi papá, el Licenciado Delacroix.
Es un relato que verdaderamente pasó, pero quiero hacer ciertas aclaraciones: un abuelo que cierto fue el artífice de lo yo soy, un militar a carta cabal, lo que nos enviaba nuestra madre no eran tortillas sino panbasos, (la escritura no se si está bien) para la Martita yo era muy pibe el que aprovechó fue el viejo, aquella casa que se quemó les cuento que hasta ahora no construyen nada en ese lugar, se mantiene con un cerramiento, claro que faltan muchas vivencias más, pero el licenciado seguirá escribiendo, de lo que como parte de estas historias se podría concluir que quienes desean superarse en la vida deben sufrir cantidad de vicisitudes, tanto padres como hijos.En este caso gracias a nuestros abuelos y padres somos personas valiosas ante nuestro pueblo y la sociedad en general.
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GUAUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU.ME QUEDE SIN PALABRAS